Sam y el Aguariguay

El aguariguay estaba allí cuando llegó Sam. Fue lo primero que avistó cuando tomo posesión de las nuevas tierras, al llegar, se acercó y al pie del árbol escrutó su corteza primero apoyando la punta de los dedos suavemente luego hincando las uñas para comprobar la consistencia y prepararse a rasgar para dejar su marca perentoria. El aguariguay recibió pasivamente esa excoriación como comprendiendo el ritual y sumiso se sometió a los anhelos de Sam. No era la primera vez que Sam conquistaba un territorio. Antes habíase adueñado de las tierras altas gobernadas por el clan Isa, cuando la reina Yuri Itsa desapareció misteriosamente sin dejar rastros y Sam pudo vencer fácilmente al único heredero del reino, el enanoide Pheli que entregó su reino a cambio de tranquilidad, comodidad y protección estableciéndose en las praderas del valle de las murallas, tal vez la zona más lluviosa de la comarca, no así la más fecunda. El reino de los Isos siempre estuvo envuelto en un manto de misterio, la reina Itsa era descendiente directo de la noble estirpe egipcia, su espíritu trashumante la había traído hacia estas tierras, cuenta la leyenda que tenía una vía de comunicación con los dioses arcanos muchos más poderosos y antiguos que todos los dioses conocidos por nuestra raza, era capaz de cierta magia y poderes que sólo ciertos seres supremos comprendían, poderes éstos heredados por su bella hija Thoni, tan bella que no era para vivir en este mundo. Thoni murió a una temprana edad y fue enterrada detrás de la gran muralla al borde de la enramada al comienzo mismo de la insondable floresta donde su espíritu vaga aún hoy protegiendo a los cazadores de los malignos intrusos del otro mundo. El deforme Pheli, único sobreviviente del linaje, no parece pertenecer a esa estirpe, aún hoy lo podemos encontrar añoso y encorvado arrastrándose entre las matas y arbustos de la estepa húmeda de las tierras bajas. Sam gobernó sin tropiezos la tierra dejada por los Isos hasta que una raza extraña invadió el lado sudeste, el área más selvática y exuberante. Así, Sam, tuvo que ceder parte de sus territorios sin ofrecer la mínima lucha debido a un análisis inteligente de la situación: su osadía le permitía ingresar furtivamente al territorio de caza sin tener que lidiar con aquella raza de torpes gigantes. Con el territorio reducido, en parte por la ocupación de las tierras bajas por el príncipe Pheli para vivir cómodamente y sin molestar, Sam se encontró de pronto con la necesidad de extender su dominios, y eligió avanzar por el lado este - nordeste y enfrentarse con el terrible Erik descendiente oriental de la raza robusta y valiente de Siam, pero de la misma cepa que él, no tan rara y tosca como la especie del gigante torpe ladrador. Las contiendas con Erik no acabaron nunca ni tampoco ninguno de ellos pudo extender sus fronteras. El tiempo que invertía en las escaramuzas lo privó de la excursiones de caza y las cautivantes tretas que su astucia argüía para ingresar al territorio vedado de los gigantes. Desahuciado, desolado, aburrido, Sam pensó que a sus años debía sosegarse y se retiró al desfiladero sombrío y yermo de las áridas tierras altas habitadas por el gran quelonio y algunas tribus menores con residencia semipermanente que no llegaban a ser totalmente nómades. Sam recordaba que de ese lugar, largos años atrás había logrado expulsar un descendiente degenerado de la raza de los gigantes torpes, no tan gigante y mucho más torpe. Desde esa época el sitio se había convertido en un apacible y cálido paraje, demasiado cálido en los solsticios de diciembre cuando el sol penetraba las piedras y rezumaba un grasiento emplasto negro que se derretía en vapores multicolores, solo el gran quelonio podía sentirse satisfecho y deambular a su antojo por la descarnada altiplanicie. Era el lugar elegido para permanecer inmutable. Sam se ocultó en el paso de los dioses, único desfiladero de la gran meseta. No pretendió nada más de la vida que dormir tranquilo y a la sombra, esperando el descenso del alimento que le proveían los dioses, olvidándose de sus conquistas y perdiendo terreno paso a paso frente al hambriento desierto, los invasores extraños y las disputas interminables. Hasta que un día ocurrió, nuevamente su instinto errático lo sacudió y en un sueño, el gran dios del desfiladero lo alzó y luego de un largo viaje por las alturas le reveló el lugar prometido donde lo esperaba el santuario del aguariguay. Al despertar y tocar la corteza del árbol, Sam comprendió que sería su reino definitivo, no importaba con cuantos enemigos debería luchar para conquistarlo...
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